Esos clientes que tanto me alteran.

Gestionar malos clientesAmables o antipáticos, decididos o inseguros, exigentes o tolerantes, nos caigan bien o mal, son los clientes quienes hacen posible nuestro negocio. Lo que nos paga el simpático vale lo mismo que lo que nos paga el borde. Demos las gracias a los dos por haber elegido nuestro establecimiento… ¿o no?

 

Realmente creo que hace falta un talante especial para tratar con las personas como profesión. Esos trabajos que consisten esencialmente en atender las cambiantes personalidades que se asoman por nuestra vida laboral son un auténtico master en psicología.

 

Mientras estudiaba la carrera, un verano me conseguí un trabajo temporal en un hotel de la costa levantina. De ayudante de camarero, sin derecho a pajarita. Entre nuestros clientes había de todo, y la mayoría de ellos era gente amable que venía a pasar una o dos semanas de vacaciones. Lo que querían era pasárselo bien. Casi todos entendían que se atendía primero al que primero llegaba, y que se podía escoger entre lo que había en la carta y no pidiendo platos a medida de sus gustos. Claro que también venían profesionales de la antipatía, pero me decía a mí mismo que más castigo tenían ellos al tener que soportarse a sí mismos toda su vida. Ello me animaba a seguir atendiendo a todos con igual dedicación y cordialidad.

 

Pero había un tipo muy específico que sí que conseguía sacar lo peor de mí: el típico hombre de algo más de cincuenta años, normalmente afeitado y aceptablemente vestido, casi siempre acompañado de su mujer, y que consideraba que era una persona más importante que las demás que esperaban su turno antes que él. Llegaba a la barra, buscaba la mirada de alguno de los que la atendían, levantaba la mano, chasqueaba los dedos y decía aquello de “¡…oye, chico!”, saltándose la cola y las normas más básicas de educación. ¿Cómo era castigado? Pues siendo atendido el último, cuando ya le dolían los dedos de tanto hacerse notar.

 

En otro artículo ya se han dado una serie de pautas para tratar a los clientes que, con razón o sin ella, quieren la hoja de reclamaciones. Aquí trataremos de aspectos más emocionales y de supervivencia personal.

— EL ORGULLO —

Hay dos tipos de orgullo: el personal y el profesional. El primero hay que dejárselo en casa cuando vamos a trabajar, ya que se refiere exclusivamente a eso, a nuestra persona. Es el segundo el que hay que tener presente al atender a los clientes. Y lo que hay que recordar es que no somos Juan López ni Luisa Sánchez, sino el recepcionista López o Luisa Sánchez la de la agencia de alquiler de coches. ¿Y qué significa esto? Pues que cualquier calificativo que se nos dirija no debe entenderse como referido a nuestra persona, aunque cuestione la moralidad de nuestra madre. Se dirige a nuestro uniforme y la empresa que representa. Esta sutileza nos ayudará a mantener la cabeza fría y la actitud profesional.

 

— LA COMPAÑÍA —

Otra cuestión a tener en cuenta es con quién viene acompañado el cliente difícil. Una sugerencia nacida de la experiencia: si con él viene una mujer –no importa si es su esposa, amante, hija o vecina-, demos por perdida la discusión. No importa que tengamos toda la razón. Aquí interviene un factor prehistórico y animal: el macho necesita quedar bien ante la hembra, y lo demás es accesorio. Contradecir a un hombre en presencia de una mujer hace que la situación pase con frecuencia a otros planos más básicos y de la caverna. Si de una forma sensata le hacemos quedar bien, nos estará infinitamente agradecido.

 

— LO QUE DE VERDAD PASA —

Todos tenemos derecho a un mal día. O dos. Es posible que ese impresentable que nos está dando la tarde lo esté teniendo, y hay que ser capaces de intuirlo para restar importancia y peso al momento de tensión. De la misma forma que oímos (más que escuchamos) a los desconocidos que nos abordan en los transportes públicos y nos cuentan su vida, hay que saber ver si lo que tenemos delante es un despliegue de frustración o soledad que, sencillamente, nos ha tocado. Quizá otro día sea nuestro mal día.

 

— LA AMABLE CONVERSACIÓN —

Exaltarse no sirve para nada. En una ocasión, en el Parque de Atracciones de Madrid y durante una fiesta de motos, tuve que solicitar a uno de los participantes que despejara un pasillo de emergencia. El sujeto, de casi dos metros de altura y con la estética de motero malo de película con tatuajes y demás adornos, me sugirió que si no le dejaba en paz “procedería a desmembrarme”. En cuanto me recuperé de la sorpresa de oír tan infrecuente verbo en semejante boca, y sin estar seguro de a qué miembro exactamente de mi cuerpo se refería, contesté amablemente que entonces tendría que llamar a Seguridad para que se ocuparan de él. Y así fue: amablemente le invitaron a irse. Sin levantar nadie la voz.

 

MORALEJA

Este apartado, junto a los clásicos “Las Diez Reglas del Éxito para…”, es el que siempre resulta más leído en los artículos. En el caso de este artículo, la verdad es que no estoy muy seguro de cuál sería.

Solamente se me ocurre un pensamiento: si no tiene usted paciencia y autocontrol, ni le gustan las personalidades fuertes o indecisas, no se dedique a atender al público directamente. No lo disfrutará, se alterará y el médico le dirá que se le ha subido mucho la tensión.

Y para eso no hay sueldo suficiente. No se altere y piense en hacer otra cosa más relajada. Su familia, su perro y su gato se lo agradecerán.

Imagen: wstera2

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Alberto Losada Gamst Escrito por:

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